Poco a poco los anuncios de juguetes empiezan sigilosamente a ocupar cada vez más espacio televisivo. No hay señal más evidente de que las Navidades ya están aquí. Ya, para muchos comercios parece que empieza tras el Pilar.
Un diabólico fenómeno acontece todos los años cuando llegan esas «entrañables» fechas y que inevitablemente afecta mucho y mal a una buena cantidad de padres. Me refiero al fenómeno de que cuando hacia mediados o finales de diciembre se pongan muchos de ellos a la tarea de comprar los regalos para sus hijos se encontrarán con que los que más desean sus retoños, aquellos que han puesto en los puestos más altos de sus respectivas «cartas» a «Papá Noel» o a los «Reyes Magos», ya no están por ningún sitio. Y entonces empieza para estos padres frustrados una terrible época: la de los largos peregrinajes por almacenes y jugueterías cada vez más alejados de sus hogares o lugares de trabajo en busca de esos codiciados regalos. Pero da igual. Sean cuantas sean las tardes y los kilómetros que consuman en esos viajes de exploración y adquisición, sea cual sea el precio que estén dispuestos a gastar en esos regalos, el resultado será el mismo: la frustración, pues progresivamente habrán de reconocer que esos regalos no están en el mercado. Empezará entonces la parte psicológica de su sufrimiento, en la que se cuestionarán el por qué no los compraron semanas o meses antes y, en consecuencia, el nivel y sinceridad del amor que sienten por sus hijos. Y tampoco les será agradable imaginar anticipadamente las miradas de reproche que ineludiblemente les lancen sus hijos cuando llegue el momento en que descubran que sus deseados regalos no están esperándoles allí donde debieran estar.
Muchos de ellos se harán entonces una pregunta simple y obvia cual es la de que por qué los fabricantes no hacen más de esos juguetes que son tan buscados, si resulta evidente que esos juguetes van a ser los más demandados atendiendo a la ingente propaganda que en los meses de octubre, noviembre y diciembre se dirige a la chiquillería ponderándolos como los mejores, los más divertidos o los más deseables.
A la hora de explicarme tan singular fenómeno, solía recurrir a la explicación convencional: cómo los fabricantes no saben con antelación cuáles de sus juguetes tendrán éxito en una temporada navideña concreta, lo que hacen es distribuir ese riesgo entre los diferentes artículos que producen. Y lo hacen de una manera muy sencilla: produciendo de todos los juguetes que tienen en sus catálogos un volumen «adecuado». Ahora bien, ello se traduce en que, con total seguridad, sucederá que aquel juguete que un año determinado se alce con los favores del público infantil no habrá en los almacenes y tiendas un stock suficiente como para cubrir toda la demanda. Es decir, que acontecerá inevitablemente el fenómeno reseñado del sistemático exceso de demanda de los juguetes más deseados como consecuencia del precavido comportamiento racional de los empresarios fabricantes de juego ante el riesgo que corren al no saber dónde se centrará la demanda.
Así, año tras año, mientras mi hijo fue pequeño, comprobé una y otra vez que los juguetes que más deseaba eran siempre los que más se le metían por los ojos en la larga temporada de publicidad pre-navideña. Y lo mismo les pasaba a los hijos de los demás. No hay presa más fácil de los publicistas que el público infantil. Ello es tan sabido que decirlo es una obviedad. Dicho de manera técnica, los fabricantes de juguetes pueden determinar los gustos o preferencias de los consumidores finales y por tanto pueden estimar con alta precisión la demanda que tendrán de sus productos.
Y, ¿entonces?. Si las empresas jugueteras no operan ni mucho menos en un entorno tan incierto. Si está claro que pueden estimar con mucha fiabilidad hacia cuáles de sus productos se va a dirigir la gran demanda de sus clientes, ¿cuál es entonces la razón que les lleva a no aprovecharse de ello y aumentar las tiradas de los juguetes que saben que van a tener un fuerte tirón entre los niños?. Porque, dado que el precio de fábrica está fijado de antemano, está claro que las empresas fabricantes difícilmente pueden aprovecharse de la escasez generada artificialmente de sus productos más deseados, salvo en contadas excepciones. En todo caso, quienes se pueden aprovechar de esa escasez artificial son los comerciantes de las jugueterías, no los fabricantes de juguetes.
Pues bien. Una explicación más consistente me la ha suministrado la «Economía del Comportamiento», esa simbiosis de Economía y Psicología. Para los economistas-psicólogos o para los psicólogos-economistas de esta corriente la explicación del «extraño» comportamiento de los fabricantes de juguetes es muy simple. El punto de partida es reconocer el problema que afecta y agobia a los fabricantes de juguetes: la alta estacionalidad de la demanda de sus productos. Es evidente que en los meses previos al final del año la demanda de juguetes crece continuadamente hasta alcanzar un pico en el periodo navideño, para luego caer profundamente de forma repentina en enero y febrero hasta recuperar una cierta estabilidad más adelante a lo largo de la primavera y el verano hasta que, hacia el mes de octubre, comienza de nuevo la fase expansiva de su ciclo. Sin duda que una gran política de ventas sería aquella que les «facilitase» o suavizase el tránsito post-navideño. Y es aquí donde la psicología de la influencia y la persuasión ha venido a echarles una mano a esos fabricantes dando origen al fenómeno que estamos analizando.
Una tendencia cotidiana y ubicua que la psicología ha resaltado es la necesidad de coherencia y consistencia en nuestros comportamientos que experimentamos los seres humanos en general. Sencillamente sucede que los grupos en los que los individuos pueden confiar más los unos en los porque tienen esa compulsión a ser consistentes o coherentes en sus comportamientos tienen una ventaja evolutiva frente a los grupos en que nadie se puede fiar de los otros porque no se da en ellos esa pulsión a la consistencia o la coherencia. Esa tendencia a la consistencia no sólo es probablemente genética sino que es reforzada por la educación. Así es de lo más habitual que los padres eduquen a sus hijos en la necesidad de que han de ser coherentes consigo mismos, fieles a lo que han dicho, mantenido o hecho.
Y ahora… pongámonos en la piel de un padre que, a lo largo de los meses de octubre, noviembre y diciembre, se ha comprometido repetidamente a regalar a su hijo el chisme o cachivache que le dice que más le «gusta», o mejor dicho, que más le «dicen» a su hijo desde la televisión que le «debe» o le va a gustar. No es necesaria mucha imaginación para ver a ese padre prometiéndole una y otra vez a lo largo de esos largos meses, que sí, que tendrá ese juguete, si el niño o la niña se «porta» bien.
Pero, ahora, hay que seguir poniéndose en la piel de ese mismo padre cuando llegada la semana antes de Navidad comprueba con desesperación que no va a ser capaz de ser fiel a su compromiso con su hijo pues el dichoso juguete ha desaparecido del mercado pues no está por ninguna parte, sea cual sea el esfuerzo que haga por hallarlo. Con pesadumbre, entonces, sólo le queda una opción: comprar otro juguete que con seguridad no hará tan dichoso a su hijo pues no es ése tan deseado por él. ¡Malditos fabricantes de juguetes!. ¿No?.
Pero, ya han pasado las fiestas de Navidad… y de Reyes. Y con ellas, de alguna manera, también el mal trago que supuso el que el niño no tuviera el regalo prometido, con todas sus consecuencias. Pero, entonces, algo mágico sucede cual es que esos deseados juguetes que, dos o tres semanas antes eran inencontrables, aparecen como por brujería de nuevo en las jugueterías. A lo que se ve, parecería que los fabricantes de juguetes no han parado de «currar» como posesos ni en Nochebuena ni en Navidad ni en Nochevieja ni en Reyes para así satisfacer esa demanda en exceso que de sus artículos más deseados hacían los compradores. Han tardado, eso sí, unos días, pero por fin ya la pueden satisfacer.
Y, entonces, ¿qué ocurre?… pues algo muy simple y esperable. La llegada de los stocks de esos juguetes les permite a esos padres que se habían revelado inconsistentes ante sus hijos y ante sí mismos enmendar su falta de consistencia. Eso sí, para hacerlo se ven obligados a gastarse más dinero en juguetes de lo que habían previsto. Podría decirse que al final todo el mundo gana gracias a esa política de las empresas de (voluntariamente) no sacar a la venta antes de Navidades todos los juguetes que tienen almacenados, pues nadie sensato puede creerse que los han producido en los días de Navidad, y enjugar así el exceso de demanda que crean «artificialmente».
Ganan los padres, tranquilizados en su fuero interno por haber sido consistentes; los niños, contentos por tener muchos más regalos de lo esperado, Y sobre todo, los fabricantes de juguetes y las jugueterías contentos como unas pascuas a tenor de los ingresos suplementarios que les permiten pasar más suavemente la temporada baja de sus productos.
Esta explicación cuenta, además, con una «justificación» añadida, cual es que «explica» el porqué aún acabadas las Navidades las empresas de juguetes siguen haciendo anuncios desaforadamente. Esto, que podría parecer absurdo, pues ya habría acabado en principio la temporada alta de regalos, encuentra en la nueva perspectiva que aquí se da una fácil justificación. Es necesario seguir publicitando ésos, los más deseados juguetes, para que los niños sigan siendo conscientes tanto de su existencia como del incumplimiento por parte de sus padres de sus promesas, y así desencadenar o incentivar el que los padres se pasen por las jugueterías a resolver su malestar comprándolos.
Pero puede que haya padres que no se sientan demasiado satisfechos con todo este asunto. ¿Qué solución podrá dárseles?. Pues sólo una: ser conscientes de que la causa última del fenómeno está en esa necesidad de consistencia de los seres humanos y actuar ….consecuentemente. O sea, buscar consistentemente no «comprometerse» y obligarse a ser consistentes. O dicho de manera más fácil: nunca comprometerse con los propios hijos a hacer determinados regalos. Fácil, ¿no?.
Fuente: Oikonomia